Si alguien podía aceptar el reto de Diego Della Valle para crear una colección cápsula para relanzar Schiaparelli, el ideal era Christian Lacroix, capaz de subirse a este proyecto tan especial y exclusivo (ya que no será el diseñador que finalmente sea director creativo de la marca y todos los rumores apuntan a que el afortunado podría ser Marco Zanini) gracias a su enciclopédico conocimiento de la historia de la moda.
Lacroix estudió Historia del Arte, su tesis doctoral trababa de la vestimenta en la pintura del XVII y creció dibujando lo que veía en las viejas revistas de moda en las que probablemente no faltaban diseños de Schiaparelli que se guardaban en el desván de la casa de su abuelo en Arles, un señor que se hacía forrar sus trajes con seda verde y se movía con una bicicleta dorada.
Esta pequeña colección, de tan solo 18 piezas, es más un juego de memoria de Lacroix sobre los grandes iconos de la revolucionaria y surrealista diseñadora, en la que no faltan sus clásicos botines de pelo, los sombreros o el rosa “Schiap” que están frescos a la mente de todos los amantes de la moda gracias a la exposición en su honor celebrada en el Met el año pasado y compartida con Prada y a una previa realizada en París en el Musée des Arts Décoratifs siempre bajo el prisma del francés, haciéndo que todas y cada una de las piezas sea perfectamente identificable como una obra suya, repitiendo el éxito que obtuvo en Jean Patou, con el que consiguió en 1986 el “Dedal de oro”, la máxima distinción de la costura francesa y le abrió las puertas para crear su propia casa de costura un año después, algo inédito desde que abriera la suya en los años 60 Yves Saint Laurent.
También la puesta en escena de los modelos era un homenaje al trabajo de Schiaparelli. Las cajas evocaban la jaula que decoraba la tienda de la italiana en Place Vendôme, y que para traerlas a la actualidad se decoraron con ipads que proyectaban imágenes de pájaros trinando.
Lacroix abandonó la moda en 2009 cuando las malas cifras de su marca, que nunca en sus 22 años de vida consiguió dar beneficios ni un solo ejercicio, hicieron imposible seguir afrontando los costes que supone una empresa así sin un fuerte inversor, algo que se sospechó no tardaría demasiado en pasar cuando Bernard Arnault cansado de unos contínuos números rojos puso la marca en venta en 2005. Y es que el caso de Lacroix es uno de esos tan llamativos en el que los elogios del sector nunca estuvo realmente acompañado de ventas, siendo realmente la única fuente de dinero los vestidos de novia, las piezas más icónicas de cada una de sus colecciones y en las que Lacroix desplegaba toda su creatividad y las inspiraciones podían proceder de vírgenes, de trajes flamencos o pinturas barrocas y donde su gusto por la pasamanería, las perlas, los bordados o los engastes todavía tenían hueco en un mundo de la moda cada vez más minimalista y tecnológico.
Y aunque Lacroix todavía mantiene su nombre entre los pesos pesados y algunas marcas de retail lo llaman para colaboraciones puntuales como fue el caso de Desigual o La Redoute es muy improbable que se produzca una vuelta del diseñador a una gran maison o a su propia marca porque nos guste o no su estilo ya no forma parte de los códigos que funcionan en la moda actual. Su “más es más” no funciona ya. Sus referencias son demasiado academicistas. No juega con el sexo, y por el contrario mira hacia la religión para buscar la inspiración. Su moda es de otro tiempo, y eso es fácilmente identificable en estos últimos diseños para Schiaparelli, que no se parecen en nada a cualquier prenda presentada en los demás desfiles de Alta Costura. A veces los genios tienen la suerte de nacer en el momento oportuno y definir una época. Otras veces llegan tarde y aunque su arte es apreciado por unos pocos no todo el mundo está preparado para ellos. Y este parece ser por desgracia el caso de Lacroix.
Fotos | GTres
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